Cuando hablamos
del latín, lo primero que se nos viene a la cabeza es una expresión
desafortunada: «lengua muerta». Se ha generalizado tanto esta forma de hablar
que hemos llegado a creérnosla; sin embargo, es mentira: el latín es una lengua
viva, que hablan ‒muy evolucionada, eso sí‒ más o menos mil millones de
personas en el mundo.
Cuando decimos
que es una lengua viva y muy extendida, a la primera reacción de sorpresa hay
que contestar con una reflexión: si una persona de 60 años mira una foto de
cuando era un niño de sólo seis, sin duda se reconocerá en algunos rasgos (el
color de los ojos, algún lunar, un remolino rebelde en el pelo, etc.), pero
comprobará sin dificultad que ha habido muchos cambios: han aparecido arrugas,
ha engordado o adelgazado, ha comenzado a perder pelo, y el que le queda es
canoso en su mayor parte, etc. ¿Es la misma persona o no es la misma persona? Sin
duda, es la misma persona, incluso es posible que esa persona de 60 años de
edad se acuerde del día en que le hicieron la foto, o al menos recuerde algún
detalle como con quién estaba, por qué se la hicieron, quién se la hizo… Es
decir, el paso del tiempo no ha impedido que esa persona, pese a los cambios normales
que ha sufrido, se siga reconociendo en esa fotografía.
Lo mismo ocurre
en la historia de las lenguas, y también en el latín. Cuando empezamos a
estudiar latín, una de las primeras palabras que aprendemos es «ROSA», que se
dice exactamente igual que en español: como en las personas, hay aspectos de
una lengua que no cambian: podríamos decir que la palabra «rosa» es como el
color de los ojos, invariable. Luego hay otras palabras que han cambiado un
poco, como «puerta», que en latín se decía «PORTA» (si seguimos con la
comparación, podríamos decir que ese diptongo UE que sustituye a la vocal O es…
una arruga en la piel, que no cambia el color de la epidermis pero sí le da un
aspecto diferente).
A los cambios en
la forma de las palabras les podemos añadir los cambios de significado; hay
palabras latinas que han cambiado poco en su sonido o su escritura, pero mucho
en su significado: en latín «CELLULA» significaba ‘habitación pequeña’ (de
hecho la palabra «celda» es la misma, debidamente evolucionada), pero cuando
oímos o leemos la palabra española «célula» nadie piensa en una habitación
pequeña. Es como si una persona cambia, al crecer, de forma de pensar.
Si en sólo 54
años (los que van desde los seis de edad hasta los 60), una persona ha cambiado
tanto en su aspecto físico como en su forma de pensar, imaginemos los cambios
que ha tenido que sufrir una lengua que han hablado miles de millones de
personas en 1.500 años. Y no olvidemos que el latín tampoco se estuvo «quieto»:
si miramos su historia, entre los documentos escritos más antiguos del latín y
el final del Imperio Romano pasaron más de mil años, en los que sin duda el idioma
cambió, y bastante: no escribe igual Plauto (siglo III a.C.) que Cicerón (siglo
I a.C.) o que San Agustín (siglo IV d.C.).
Pero a lo que
vamos, quiero que quede claro que el latín no es una lengua muerta: todos los
que hablamos español, portugués, italiano, francés, rumano, gallego y catalán
(además de otras lenguas más minoritarias, como el romanche de Suiza) sumamos
casi mil millones de personas que hablamos, en realidad, latín; eso sí, un
latín muy evolucionado, muy cambiado, que ha recibido influencias (palabras,
estructuras sintácticas) de muchas otras lenguas de otros orígenes; un latín
tan cambiado que podemos decir que ya es otra lengua… pero que no ha perdido
los genes, el núcleo más profundo de su propio ser, el ADN como se dice ahora.
Si nos parece
exagerado decir que nosotros hablamos latín (evolucionado, repito), podremos
repetir lo que tantas veces se ha dicho: el latín es nuestra «lengua madre»,
pero los padres transmiten a sus hijos esos genes de que acabo de hablar, el
color del pelo, ese remolino rebelde en la coronilla… o ese genio vivo y
enérgico que a veces nos sale y que nos recuerda a nuestros abuelos.
Termino esta
primera entrada con una anécdota: hace unos años, en un viaje a Roma, una mujer
de cierta edad, que nunca había estudiado latín, miraba las inscripciones del
Coliseo, escritas en esa lengua, y se sorprendía de cómo entendía algunas palabras.
En su ingenuidad, decía: «¡El latín se parece al español!», a lo que yo le
respondí con cariño: «No, señora, el latín no se parece al español, es el
español el que se parece al latín, porque los padres no se parecen a sus hijos,
son los hijos los que se parecen a los padres».
[Una observación:
en este blog, y para evitar confusiones, escribiremos siempre con todas las
letras en mayúsculas las palabras del latín, y en minúsculas las del español;
la razón es doble: por un lado, como hay muchas palabras exactamente iguales,
si está en mayúsculas entenderemos que estamos hablando de la palabra latina y
si está en minúscula de la española, como hemos hecho ya a propósito de la
palabra ROSA / rosa; por otra parte, en latín clásico no existían las letras minúsculas.]